Por Cecilia Kühne EL ECONOMISTA
No sabemos cómo habrá dormido el presidente norteamericano James Polk aquella noche, pero el caso es que se levantó decidido a adquirir California y Nuevo México y con ganas de pelear. Entonces, nos declaró la guerra y se puso a organizar el papeleo. Primero, un mensaje especial para el Congreso estadounidense. Después, una breve revisión del rencoroso recuerdo de cómo, nosotros los mexicanos, habíamos tratado a Joel Robert Poinsett, rechazado sus ofertas para comprarnos el territorio de Texas y otros terrenitos del norte.
De independencias ajenas, los güeritos ya estaban hartos. Por ello, entre la disputa por la República de Texas, los malentendidos entre españoles, mexicanos, colonos blancos y comanches, además de los reclamos fronterizos, acabaron por derramar el vaso. Terminaron las dudas. El destino se había manifestado y la expansión norteamericana, no era una “fiebre que racionalizaba la ambición” como decían sus adversarios, sino un deber ser, muy bien visto hasta por el ojo de Dios.
No quedaba más que invadir y así se hizo.
La milicia gringa comenzó a aparecer por todos lados: Taylor, llegó hasta Saltillo; el general Stephen Kearny se adentró en Nuevo México y California; John Wool, se dirigió hacia Chihuahua, y Winfield Scott, emprendió la “ruta de Cortés”, es decir, la que iba de Veracruz a México. Y así, durante los meses que corrieron de abril hasta septiembre de 1847, la invasión se convirtió en una cadena de derrotas sangrientas.
Avanzando sin piedad, las tropas norteamericanas llegaron hasta Puebla, donde establecieron su Cuartel General y desde ahí se organizaron para atacar la ciudad de México. Por su parte, el ejército mexicano, al mando de Antonio López de Santa Anna, se concentró en Peñón Viejo y fortificó los pueblos de Coyoacán, el Puente y el Convento de Churubusco. Sin embargo, las condiciones entre un ejército y otro, eran distintas. Por un lado, Estados Unidos contaba con militares profesionales, artillería moderna y tenía posibilidades para movilizar voluntarios entre los inmigrantes recientes y recursos para entrenarlos y armarlos. Nosotros, no contábamos con recursos materiales ni humanos. Y entonces, en el camino de hacia ganar la guerra, el general Scott decidió que la totalidad del ejército debería marchar por la ruta que le llevaría a Tlalpan. Después tomaron camino hacia Chapultepec donde se habían replegado las fuerzas mexicanas dejando sólo una pequeña guarnición en el castillo.
La madrugada del 12 de septiembre se realizó el primer ataque y los soldados norteamericanos no cesaron de hacer fuego hasta la caída de la noche. El 13 de septiembre el ejército enemigo decidió atacar las obras levantadas al pie del Cerro de Chapultepec, sobre el camino de Tacubaya, al mismo tiempo que penetraban al bosque por el Molino del Rey. Una vez dentro del bosque decidieron atacar la sencilla construcción de la cumbre. No era una fortaleza ni mucho menos, sino el edificio del Colegio Militar.
Llegar hasta ahí fue pan comido. Las divisiones de Worth, Quitman y Pillow –con sus soldados lampiños, rubios, ambiciosos y bien alimentados– enfrentaron a los que ahí estaban con sólo 4 cañones y acabaron matándolos a todos. Se trataba de unos cuantos soldados acompañados de un reducido número de cadetes –es decir, estudiantes del Colegio Militar– que todavía no probaban la sangre y la lumbre de una verdadera guerra. Estos alumnos, adolescentes de entre 13 y 20 años, pasaron a nuestra historia nacional como “Niños héroes”, aunque muchos duden de su existencia. Muy bien documentadas están las participaciones de Agustín Melgar, Vicente Suárez y Francisco Montes de Oca, algo confusas las de Juan de la Barrera, Juan Escutia y Francisco Márquez y, aunque se sabe de otros niños heroicos como Zuazua y Xicoténcatl y combatientes como Fontes, Cano y Pérez, poco se han mencionado y aparecen más en el olvido.
El recuento de los daños antes de que acabara aquella semana reportó que en las filas mexicanas hubo en total más de 250 muertos y heridos, que los sobrevivientes fueron hechos prisioneros y que en el ejército invasor las bajas ascendieron solamente a 130.
Sin embargo, quedó algo que todavía se mira: el Altar a la Patria, a la entrada del bosque, un hemiciclo dedicado a los heroicos niños y un curioso poema que le reto a aprender:
“Como renuevos cuyos aliños/ el viento helado marchita en flor, / así cayeron los héroes niños, / ante las balas del invasor. / Allí fue.. donde los sabinos la cimera con sortijas de plata remecían;/ donde cantaba nuestra eterna primavera su himno al sol:/ era diáfana la esfera;/ perfumaba la flor… ¡y ellos morían!”
No se arredre y sí celebre, lector querido. Tiene usted hasta el miércoles, que es el mero día.
PIBLICADO EN. https://www.eleconomista.com.mx/opinion/Los-ninos-que-nos-dieron-patria-20230910-0072.html